Hacia el interior pinares. Árboles casi hirientes, que son los únicos que resisten el frío y las ventiscas. Parece como si le salieran molares negros de piedra a sus calles.
Y los pies de las gentes, sobre todo los de los frailes descalzos, se quiebran de tanto guijo puntiagudo del ganito.
Por las calles se ven hidalgos y gentes de hábito. Paños negros y estameñas pesadas.
Así, los que quedan fuera del recinto almenado, les da un poco de envidia cuando suenan las campanas de los conventos, que están metidos entre esos torreones de piedras ennegrecidas. La mole de la muralla tiene, en el pensamiento, ingravidez.
Las piedras tienen una suciedad de siglos. No vale que el sol las bañe todos los días, porque se han oscurecido tanto como para retarle a que las emblanquezca.
Cuando el astro se confía, ellas, como sonrientes de victoria por sus bocas abiertas por historias guerreras o caballerescas, refulgen en destellos azulados, como esas moscas pardas y feas que al sol parecen limpiamente azuladas.
Así... siglos y siglos..."
REVESZ, Andrés. Santa Teresa de Jesús. Ed. Sánchez Rodrigo, Plasencia, 1943.
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