Junto a la proclamación real, el acontecimiento público real más destacado, solemne y significativo fue el recibimiento, entrada y estancia de las personas reales en la ciudad. Díez Borque subraya que son las “ocasiones que dan motivo para mayor boato y ostentación”; Ferrer Valls recalca el interés que los monarcas concedían a las entradas reales, señalando a los reyes Felipe II y Felipe III como ejemplos de ello , y Nieto Soria destaca la enorme preparación que conllevaba a las ciudades los recibimientos y entradas de los monarcas .
La ciudad constituía un espacio privilegiado en el que el poder exhibir el poder regio. Nieto Soria lo condensa de modo notable al decir que la entrada del monarca en una ciudad reflejaba “un sentir político que iba más allá de lo que expresaban las teorías y tratados eruditos de la época. Se lograba plasmar, de un modo casi perfecto, la aceptación y el acatamiento logrados, por encima de lo razonablemente aceptado en los textos de teoría política” . La entrega de las llaves de la ciudad al monarca, ritual de origen medieval, condensa iconográficamente el significado de reconocimiento de la autoridad real y posesión simbólica de la ciudad por parte del rey.
La ceremonia de recibimiento y entrada real siguió un código que varió muy poco de unos casos a otros durante la dinastía austriaca. El monarca era recibido por el corregidor de la ciudad, alférez mayor y las autoridades locales, todos engalanados con ricos y vistosos vestidos (1). En ese momento, el monarca honraba a la ciudad reconociendo y preservando los privilegios, exenciones y libertades que ostentaba (2). Este episodio puede considerarse un acto reivindicativo de la jurisdicción local. Vicente Gil para el reino valenciano señala que estas ceremonias fueron utilizadas para “responder constitucionalmente al rey” . Realizadas estas ceremonias, el rey entraba en la ciudad bajo un palio (3) portado por los miembros del Concejo, comenzando un recorrido por las calles más nobles y las plazas más espaciosas de la ciudad que estaban engalanadas con colgaduras, arcos triunfales, enramadas, etc (4). Tras el rey se situaban las autoridades, nobles de la ciudad y séquito real. Llegados a la puerta de la muralla por la que hacía su entrada el rey en la ciudad intramuros, se le presentaban y entregaban, en una bandeja de plata, las llaves de la ciudad.
A partir de ahí, comenzaban los festejos preparados para la ocasión. De entre estos festejos destacan los juegos ecuestres en sus diferentes modalidades. En ellos, los nobles de la ciudad exhibían sus habilidades a caballo y con las armas. Eran recuerdos de un pasado glorioso que se tornaba en un acto de vanidad y de ostentación, a la vez que en un nuevo ejemplo de la jerarquización social de la fiesta. Jovellanos apunta que a partir de reyes como Alfonso XI y Juan I, que celebraron estos festejos en sus coronaciones, estas alegrías se convirtieron “en la primera diversión de las cortes y ciudades populosas” . Estos espectáculos continuaron hasta el siglo XVII, centuria en la que desaparecieron, debido, según Jovellanos, a la obra inmortal de Cervantes que ridiculizó los ideales caballerescos y por el “abatimiento en que cayó la nobleza a fines de la dinastía austriaca”. Para el propio Jovellanos, rechazando todo lo brutal que habían tenido estos espectáculos en tiempos pasados, el pueblo debía dolerse de su pérdida, pues malogró “uno de sus mayores entretenimientos”, la nobleza porque perdió un “estímulo de su elevación y carácter” y todos porque: “¿Hay por ventura, algo que se le parezca en nuestras ruines, exclusivas y compradas fiestas?” .
(1) En el recibimiento del emperador Carlos, en el año 1534, el Concejo dispuso 190 varas de terciopelo morado y 192 varas de damasco pardo para la confección de los vestidos. En el recibimiento de la emperatriz y del príncipe Felipe, durante el año 1541, se presentaron vestidos con “ropas roçagantes de terciopelo encarnado, aforros de damasco pardo”
(2) En el recibimiento de Carlos I el marqués de las Navas expuso al rey: “Esta ciudad suplica a V. Majestad sea servido mandar se guarden sus privilegios, essenciones y libertades, según lo han sido guardados fasta oy, y que se haga con solenidad, según su majestad lo acostumbra hazer”. Inmediatamente, el emperador se descubrió y, poniendo la mano sobre los evangelios y besando una cruz, juró en voz alta conservarlos como hasta ese momento se había hecho.
(3) Tanto en la entrada de Carlos I como en la de la emperatriz y el príncipe Felipe, las personas reales fueron guardadas "debaxo del palio de brocado".
(4) En la entrada de Carlos I estaban "las calles y plaças muy bien colgadas", mientras que en la entrada de la emperatriz se "adereçaron las calles de ricas colgaduras y arcos triunfales".
La ciudad constituía un espacio privilegiado en el que el poder exhibir el poder regio. Nieto Soria lo condensa de modo notable al decir que la entrada del monarca en una ciudad reflejaba “un sentir político que iba más allá de lo que expresaban las teorías y tratados eruditos de la época. Se lograba plasmar, de un modo casi perfecto, la aceptación y el acatamiento logrados, por encima de lo razonablemente aceptado en los textos de teoría política” . La entrega de las llaves de la ciudad al monarca, ritual de origen medieval, condensa iconográficamente el significado de reconocimiento de la autoridad real y posesión simbólica de la ciudad por parte del rey.
La ceremonia de recibimiento y entrada real siguió un código que varió muy poco de unos casos a otros durante la dinastía austriaca. El monarca era recibido por el corregidor de la ciudad, alférez mayor y las autoridades locales, todos engalanados con ricos y vistosos vestidos (1). En ese momento, el monarca honraba a la ciudad reconociendo y preservando los privilegios, exenciones y libertades que ostentaba (2). Este episodio puede considerarse un acto reivindicativo de la jurisdicción local. Vicente Gil para el reino valenciano señala que estas ceremonias fueron utilizadas para “responder constitucionalmente al rey” . Realizadas estas ceremonias, el rey entraba en la ciudad bajo un palio (3) portado por los miembros del Concejo, comenzando un recorrido por las calles más nobles y las plazas más espaciosas de la ciudad que estaban engalanadas con colgaduras, arcos triunfales, enramadas, etc (4). Tras el rey se situaban las autoridades, nobles de la ciudad y séquito real. Llegados a la puerta de la muralla por la que hacía su entrada el rey en la ciudad intramuros, se le presentaban y entregaban, en una bandeja de plata, las llaves de la ciudad.
A partir de ahí, comenzaban los festejos preparados para la ocasión. De entre estos festejos destacan los juegos ecuestres en sus diferentes modalidades. En ellos, los nobles de la ciudad exhibían sus habilidades a caballo y con las armas. Eran recuerdos de un pasado glorioso que se tornaba en un acto de vanidad y de ostentación, a la vez que en un nuevo ejemplo de la jerarquización social de la fiesta. Jovellanos apunta que a partir de reyes como Alfonso XI y Juan I, que celebraron estos festejos en sus coronaciones, estas alegrías se convirtieron “en la primera diversión de las cortes y ciudades populosas” . Estos espectáculos continuaron hasta el siglo XVII, centuria en la que desaparecieron, debido, según Jovellanos, a la obra inmortal de Cervantes que ridiculizó los ideales caballerescos y por el “abatimiento en que cayó la nobleza a fines de la dinastía austriaca”. Para el propio Jovellanos, rechazando todo lo brutal que habían tenido estos espectáculos en tiempos pasados, el pueblo debía dolerse de su pérdida, pues malogró “uno de sus mayores entretenimientos”, la nobleza porque perdió un “estímulo de su elevación y carácter” y todos porque: “¿Hay por ventura, algo que se le parezca en nuestras ruines, exclusivas y compradas fiestas?” .
(1) En el recibimiento del emperador Carlos, en el año 1534, el Concejo dispuso 190 varas de terciopelo morado y 192 varas de damasco pardo para la confección de los vestidos. En el recibimiento de la emperatriz y del príncipe Felipe, durante el año 1541, se presentaron vestidos con “ropas roçagantes de terciopelo encarnado, aforros de damasco pardo”
(2) En el recibimiento de Carlos I el marqués de las Navas expuso al rey: “Esta ciudad suplica a V. Majestad sea servido mandar se guarden sus privilegios, essenciones y libertades, según lo han sido guardados fasta oy, y que se haga con solenidad, según su majestad lo acostumbra hazer”. Inmediatamente, el emperador se descubrió y, poniendo la mano sobre los evangelios y besando una cruz, juró en voz alta conservarlos como hasta ese momento se había hecho.
(3) Tanto en la entrada de Carlos I como en la de la emperatriz y el príncipe Felipe, las personas reales fueron guardadas "debaxo del palio de brocado".
(4) En la entrada de Carlos I estaban "las calles y plaças muy bien colgadas", mientras que en la entrada de la emperatriz se "adereçaron las calles de ricas colgaduras y arcos triunfales".
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