lunes, 1 de marzo de 2010

Las proclamaciones reales (Introducción)

La celebración de acontecimientos públicos, en los que generalmente se unía lo profano y lo sacro, se ha dado a lo largo de los tiempos. Entre esos acontecimientos públicos destacan las fiestas reales, aquellas celebraciones que se realizaban en honor de la monarquía.
Estas celebraciones adquirieron, sobre todo a partir del siglo XVI, en la monarquía hispana una significación especial. Las celebraciones públicas reales: proclamaciones, entradas a las ciudades, natalicios, matrimonios y exequias reales, se convirtieron en escenificaciones, en algunos casos muy cercanas a lo teatral, del poder de los reyes, de la supremacía de la monarquía. Por supuesto, la monarquía castellana y aragonesa utilizaron la celebración de acontecimientos públicos reales durante la Edad Media para mostrar la unión entre el rey y el reino, y para mostrar el poder real, pero, en ningún caso, con el lujo fastuoso y la riqueza escenográfica y ceremonial de los siglos XVI, XVII y XVIII.
Las celebraciones públicas de eventos reales tuvieron una evidente función política. Se utilizó la fiesta, y sobre todo el ritual, como un instrumento de propaganda política. Ya no se trataba de legitimar el sistema monárquico, aún menos la monarquía absoluta, pues a lo largo de los siglos anteriores se había consumado a nivel político, jurídico y religioso. El objetivo era mostrar su legitimidad, perpetuar, a través de conductas expresivas, la soberanía del monarca. La monarquía hispánica de los Austrias se convirtió en un gran Estado, una monarquía autoritaria y centralizada. La base ideológica se sustentaba en la teoría teocrática del poder real. Recogida de la monarquía hispano-goda y refundida en la Edad Media, el teocratismo sostenía que el poder emanaba de Dios, único y sin igual, y éste lo depositaba en el rey. Por tanto, el monarca ejercía por encargo divino la summa potestas. Así, se conseguía formar la asociación de la realeza con la divinidad. La divinización de la monarquía hacía que el rey superara las murallas de lo humano, situándose en un plano superior a la realidad: convierte al rey en principio abstracto.
Por supuesto, era necesario expresarlo, recordarlo, ritualizarlo, para eliminar el pensamiento crítico, a través de la presentación de una verdad absoluta. Siguiendo el concepto del "estado teatral" de Clifford Geertz, la repetición de estos rituales creaba "la idea del Estado como algo que trascendía a los individuales particulares".
Pero este origen divino de la soberanía real no significaba que el rey pudiera actuar de forma arbitraria. Por el contrario, el ejercicio del poder por parte del monarca estaba condicionado por el logro del ideal de justicia. El monarca debía actuar conforme a Derecho, entendiendo que las leyes humanas deben acomodarse a las leyes divinas de las que son fiel reflejo. Además, en mayor medida en la monarquía hispana, totalmente comprometida con la religión católica. El monarca se convirtió en el paladín de la fe, en el máximo defensor y representante, a veces incluso por encima del papado, de la utópica Respublica Christiana.
La monarquía hispana fue una monarquía autoritaria y centralizada, pero, a la vez, plurinacional y, sobre todo, pluriconstitucional. Por ello, la meta de la Corona fue fijar normas y valores ecuménicos, válidos en todos los lugares del Estado. Esas normas y esos valores pasaron a convertirse en permanentes y atemporales y, por ende, la monarquía se convirtió en trascendente, en cimiento de principios supremos. Por esto, la Corona fue la personificación de la unidad de todo el conjunto. Lisón Tolosana afirma que la monarquía de los Austrias fue "eminentemente personal, puesto que sólo la persona del rey producía, fundamentaba y conformaba la única, efectiva y real unidad de los reinos y tierras peninsulares". Para Tolosana, la monarquía aglutinaba las aspiraciones, deseos y esperanzas de la sociedad, y protegía "los valores máximos de la vida". Por tanto, unía territorios diferenciados que le convertían en rey único (Para ello necesitó la ayuda de un gran número de ministros y funcionarios que transmitieran esta idea: la burocracia.).
Además, el rey simbolizaba el pasado y el futuro, la atemporalidad mencionada, por lo que la realeza se convirtió en mito.
El establecimiento y difusión de la monarquía absoluta cambió definitivamente este pensamiento, por lo que el significado de los acontecimientos públicos reales sufrió alteraciones significativas. No se trataba de legitimar la monarquía, como ya he mencionado, es que ni siquiera era necesario mostrar su legitimidad. Ahora, se busca mostrar el poder absoluto del monarca. Bodin, origen del absolutismo, considera que el poder político reside en el Estado, y será éste y el rey, personificación política del Estado, quien lo detente. Bodin defiende el vicariato divino del monarca y, por ello, el que atente contra el rey, atenta contra Dios. La soberanía será compartida por Dios y por el rey, por lo que no habrá nadie superior en lo temporal, y por lo que sólo estará limitado por la ley divina. Bodin no abandonó totalmente la voluntad de Dios de su teoría política, pero las bases del absolutismo estaban puestas. Por último, destacar que Bodin consideraba el derecho del rey a crear las leyes y desligarse de su cumplimiento, mientras que los súbditos estaban obligados a su cumplimiento. A partir de aquí, el absolutismo se irá estableciendo gracias a pensadores como Guillaume Barclay, Condin Le Bret o Robert Filmer.
Los acontecimientos públicos reales y su celebración tuvieron una segunda finalidad: reproducir las relaciones de poder. La celebración de estos acontecimientos se realizó, sobre todo, a través del ritual. El ritual funcionó como un modelo simplificado de la sociedad de la época. Bonet Correa dice que las fiestas y el ritual cívico fueron "un espejo que devolvía a cada participante su papel e imagen en el mundo". Las celebraciones públicas reales, sobre todo proclamaciones y entradas reales, tuvieron una doble programación festiva, por un lado, se celebró la fiesta "oficial", ritualizada y perfectamente codificada; por otro, la fiesta "popular", desritualizada y dirigida. Las clases sociales privilegiadas fueron las encargadas de organizar y protagonizar estos festejos, mientras que el pueblo llano se limitó a asistir como espectador, sorprendido y alborozado, de los festejos. Las celebraciones públicas reales fueron organizadas por el poder local y, en menor medida, por el poder religioso municipal. Son las autoridades de los Concejos y las autoridades catedralicias las que organizan tanto el festejo "oficial" como el festejo "popular". El protagonismo del poder concejil y nobiliario de las ciudades, así como el religioso en algunos festejos concretos, buscaba expresar la existencia de una estructura social férreamente jerarquizada y establecida. Sin duda, las fiestas cívicas, y en general las fiestas de la época estudiada, eran ocasiones ideales para mostrar poder. La nobleza utilizó la fiesta para "reafirmar su poder ante el pueblo". Nieto Soria afirma que las fiestas, especialmente las fiestas de status, se utilizaron como un resorte propagandístico del noble como modelo de virtud y de protección paternal. Semejante actuación mantenía el equilibrio social, recordando, incluso, al ciudadano "la posibilidad de coacción si no se sometían a aquellos que ostentaban el poder". Algunos autores añaden que a partir del siglo XVII, con el asentamiento del absolutismo y el protagonismo de las ciudades, se crearon las ideas necesarias para reprimir la cultura popular. Se impuso y extendió "un modelo cultural único para todos" que produjo la aculturación de las masas y la conmemoración de una serie de celebraciones públicas ritualizadas que reforzaron la imagen del rey y la jerarquía, así como valores de obediencia, sumisión, etc.
El protagonismo del pueblo era, como ya he apuntado, muy escaso. Maravall dice que el pueblo "no distinguido acude en actitud de estricta pasividad", aunque su participación era muy elevada. Pero, a pesar de su pasividad, la fiesta servía como medio para "sacudir el tedio acumulado por monotonía de las labores cotidianas". El pueblo necesitaba una válvula de escape: la fiesta. Las celebraciones públicas se convirtieron en un instrumento liberador que daba "rienda suelta a las tensiones". Era necesario alterar el ritmo vivencial del pueblo, aunque obligado a desenvolverse en una sociedad jerarquizada y constrictiva, en la que la falta de libertad y opinión podía exaltar el ánimo, los responsables del orden público "para evitar el tener que reprimir de vez en cuando preferían eventualmente utilizar el escape colectivo de la fiesta". La necesidad de controlar el desfogue general- la fiesta es un acto que tiene una "radical y libérrima concepción de trasgresión de lo estatuido"- produjo un estricto control por parte de las autoridades, anulando la espontaneidad. Así, las celebraciones públicas buscaron sorprender al espectador, alimentar el "estupor, la pasión y el vértigo de los sentidos". Se trataba de distraer al pueblo de sus miserias a través del asombro. Eran festejos cargados de un impresionante atractivo emocional, capaces de mantener la atención y, lo que es más importante, el recuerdo. En resumen, el poder divertía al pueblo a través de espectáculos con la intención de encauzar el alivio que sobre el pueblo producía la fiesta. Este control por parte del poder fue claramente criticado por Jovellanos. El ilustrado pensador espeta a los jueces su "celo indiscreto" por someter al pueblo. Jovellanos defiende la alegría del pueblo: "no basta, pues, que los pueblos estén quietos; es preciso que estén contentos, y sólo en corazones insensibles o en cabezas vacías de todo principio de humanidad y aun de política, puede abrigarse la idea de aspirar a lo primero sin lo segundo". Añade que el pueblo "cuanto más goce tanto más amará el gobierno en que vive", pues "cuanto más goce tanto más tendrá que perder". Con ello, no olvida la necesidad de vigilar la exigencia del orden público, pues si no se daría el libertinaje, pero la vigilancia no debía confundirse con la opresión.

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