martes, 9 de febrero de 2010

Tardes y tardes...

Recuerdo que el tiempo discurría con lentitud, como el decrépito crepúsculo del verano.

La catenaria se erguía orgullosa sobre el cielo plomizo del otoño. El banco de piedra, junto al quiosco de periódicos, aguantaba nuestros cuerpos adolescentes, mientras dábamos cuenta de una jugosa y suculenta palmera de chocolate.

Los trenes iban y venían en un frenesí de formas y colores. El jefe de estación, bajo y rollizo, ordenaba el tráfico con autoridad cuasi militar. El vendedor de pipas, con una cesta repleta de chucherías, gritaba con fuerza y entusiasmo.

Un reloj grande y redondo- me recordaba los ojos del besugo que cenábamos en Nochebuena- marcaba los minutos con cadencia matemática. Su sonido, triste y sereno, golpeaba el corazón de una jovencita medio perdida.

Recuerdo ver pasear a los viajeros por el andén- cargados de maletas y palabras- resoplando por cada minuto de retraso. Los viajeros caminaban deprisa, casi sin tocar el suelo del andén, como espectros de una tragedia shakesperiana. Los estudiantes, sedientos de ternura, caminaban con afectado aire de superioridad. Los viajeros con cartera, vestidos con traje inglés, intentaban disimular la codicia y la angustia que les agitaba. Los viejos de pueblo, cansados y doloridos, rezongaban con lastimosa apatía.

Pero siempre recordaré… A una joven oriental, delgada y sonriente, que se acercó con aire medroso. Sus ojos, tras unas pequeñas gafas, desprendían viveza y curiosidad, como los ojos del halcón. Sus labios, pequeños y del color de la cereza madura, se movían con el vértigo de la búsqueda. Las manos, menudas y blanquecinas, se encrespaban como las olas del mar embravecido. Los bucles de su cabello se retorcían en hechiceros trazos, mientras un viento pícaro y juguetón trataba de atraer su atención.

Nunca podré olvidar aquella figura, tierna y suave, que me pidió la fotografiara. Una silueta que se movía como el céfiro de Tracia… Una fotografía que quedó revelada en mi recuerdo.

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