La pobreza fue un mal generalizado durante los
primeros años del siglo XVII. De hecho, las leyes del Reino proveían lo que
convenía hacer para evitar que hubiera tantos vagabundos pululando por las
calles y plazas de las villas y ciudades de Castilla.
Además, el engaño se extendió entre los vecinos de
las ciudades castellanas y numerosos lugareños se hicieron pasar por
vagabundos. Las disposiciones gubernativas disponían que se castigara “con
rigor” a los vagabundos y pobres fingidos. Se mandaba castigar a aquellos
vecinos que teniendo salud y fuerzas para trabajar y sustentarse por sí mismos,
no lo quisieran hacer.
Los vagabundos fingidos usurpaban la limosna a los
pobres verdaderos, por lo que éstos padecían incontables necesidades y recibían
otros enormes daños e inconvenientes.
Pero la situación se fue agravando cada año, por lo
que el Consejo Real trató dicha materia con la “atención y cuidado que
conviene”. La decisión del Consejo fue enviar una instrucción (8 de agosto de
1619), firmada por don Hernando de Vallejo, escribano de la Cámara de Su
Majestad, a la ciudad abulense, en la que se ordenaba, entre otras cosas, elaborar
un registro de pobres, distinguiendo los pobres verdaderos de los pobres
fingidos; entregar una señal y licencia a los pobres verdaderos, para que
pudieran pedir limosna; prohibir la mendicidad de niños y muchachos de poca
edad, y recoger a dichos niños y muchachos donde mejor pareciera a las autoridades
municipales, para enseñarles doctrina cristiana y un oficio con el que de
mayores se pudieran valer.
Manuel de Montoliú señalaba: “La plaga de los
vagabundos llegó a adquirir proporciones catastróficas. Un autor contemporáneo
los calcula en 150.000, cifra considerable si se atiende a la escasa población
de España. Los vagabundos se reclutaban entre los mendigos profesionales o
fingidos…”.
De hecho, la picaresca relativa a este asunto no era
un tema reciente ni original, ya en las Cortes de Toledo de 1559 leemos: “Otrosí
decimos que una de las cosas que causa haber tantos ladrones en España, es
igualmente disimular con tantos vagabundos… y son gente sin servir a nadie y
sin tener hacienda, oficio ni beneficio, y, sacado en limpio, unos se sustentan
de ser fulleros y traer muchas maneras de engaños, y otros de jugar mal con
naipes y dados y otros de hurtar… y lo que se hurta en unos pueblos se lleva a
vender a otros y muchos se sustentan de ser rufianes”.
Lo que se confirma es la miseria que reinaba en
Castilla: “Se ha visto los padres haber traído sus pobres y pequeños hijos de
ambos sexos y dejándolos en las puertas de Sevilla o en las de algunas casas
particulares. Lo mismo hacen algunos padres vecinos de esta ciudad que,
olvidando el nativo y paternal cariño, abandonan los suyos, dejándolos en la
contingencia de no volverlos a ver más, desnudos en la injuria y rigor del
tiempo, hambrientos y pidiendo limosna y obligados a recogerse de noche en las
huertas, los solares o el zaguán de las casas, si se lo permiten”.
MONTOLIÚ, Manuel de. El alma de España y sus
reflejos en la literatura del Siglo de Oro. Barcelona, 1942, p. 291-295.
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