lunes, 13 de junio de 2011

La ciudad sentida (La familia Müller)



La familia Müller arribó a la ciudad cuando la decadencia de los talleres textiles era indudable. Su llegada se produjo cuando comenzaban a germinar las primeras flores, con el inicial brillo de la mañana. Los Müller procedían de la Selva Negra, de un pequeño pueblo llamado Gengenbach, donde se habían dedicado al comercio y las manufacturas desde que el primer miembro de la familia se instaló en la ciudad, allá por el siglo XV.

Elger Müller, un hombre gigantesco y fornido, instaló el taller de tejidos cuando el abuelo de Juan de Lozoya principiaba la vida adulta. El taller se convirtió, en pocos años, en el más prominente negocio textil de la ciudad.

Ahora, muchos años después, el negocio estaba dirigido por Waldo Müller, el nieto mayor del fallecido Elger. Waldo era un hombre sencillo, de escaso talento, pero trabajador y honrado. Nadie discutía su honestidad y su exquisita cortesía con aquellos con los que tenía que rematar un negocio. Había dedicado su vida al negocio familiar y a amar a su bella esposa: Frieda Müller.

Frieda era una mujer de hermoso rostro- sus facciones eran armoniosas y delicadas- y bonitas hechuras. Era una hermosa mujer, pero afectada y extremadamente artificial en su carácter. Simulaba un temple del que carecía y estallaba en violentos lances cuando el secreto y el sigilo del hogar la rodeaban. Era sumamente suspicaz y desconfiada, especialmente con los oficiales y aprendices que trabajaban en el taller familiar. A veces- más de las que su indeciso e irresoluto marido deseaba- se acercaba hasta el taller, situado en la calle de Telares, para husmear en el trabajo de urdidores y operarios, que, a su vez, la juzgaban como una mujer arisca y antipática. Sólo Antonio Bernáldez, un joven y afectado oficial, apreciaba y estimaba a la fastidiosa tudesca.

La crisis textil llevaba golpeando con dureza a los tejedores de la ciudad durante los últimos años, pero el taller de Müller soportaba las dificultades sin excesivos aprietos. Además, hacía cuatro años que se había asociado con Antonio y Cristóbal de las Navas, hermanos de origen morisco, que gracias a su astucia y espíritu emprendedor lograban quebrantar las severas e inflexibles ordenanzas gremiales de estos tiempos. Recuerdo el día en el que Waldo me emplazó a reunirme con él, en el pequeño gabinete que tenía en la planta alta del taller, para discutir sobre el negocio que los hermanos le planteaban.

- Pasa Juan, el negocio es sencillo. Los moriscos- así conocía la gente de la calle a los hermanos de las Navas- me han propuesto asociarme con ellos. Ya sabes, comprar la lana en Poveda, contratar los servicios del taller de Andrés Beltrán, el vecino de Aldeavieja, y vender las telas en su tienda del Mercado Chico.
- Parece un buen negocio, ya conocéis cómo lo hace Pedro “el Chico”, el tejedor de Segovia, pero el gremio intentará impedir que el negocio prospere. Los moriscos son buenos amigos de algunos regidores de la ciudad, especialmente de don Juan de Henao, por lo que podríais departir con ellos para allanar la operación.
- Sí, tienes razón. Mañana me acompañarás para ajustar la cuestión con don Juan.

En efecto, a los pocos días de la entrevista con el regidor, el negocio se ponía en marcha y el horizonte social y económico de los Müller se abría a nuevas perspectivas. La casa de los Müller se convirtió en un pequeño centro de poder, donde la oligarquía de la ciudad intrigaba y enredaba, y donde Frieda exhibía su condición más frívola y mundana.



Gengenbach











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