Juan de Lozoya era un hombre alto, delgado- incluso algo huesudo- y fino de cara. Sus ojos, de un hermoso color marrón oscuro, eran brillantes, descubriendo un clarividente discernimiento. Su rostro no delataba los cuarenta años que ya vestía, pero sus manos no podían disimular los años pasados y vividos en el taller de paños en el que trabajaba desde que su padre- oficial sastre- le puso como aprendiz de la familia Müller. Juan estuvo de aprendiz cuatro años, para, según palabras de su maestro, aprender a tejer lienzos, sayales, estameña y manteles, como habían hecho los mejores oficiales de su taller. Todavía recordaba las palabras de su padre dirigiéndose al maestro:
- Si se lleva algún efecto de vuestra casa o tienda, así de ropa como de otra cualquier cosa, lo pagará, ya sea en poca o en mucha cantidad.
El maestro enfatizando sus palabras le respondió con distinguida gravedad:
- Lo cual se ha de liquidar con el juramento de dos personas puestas por cada uno de nos.
Aquella breve plática se quedó sólidamente grabada en su memoria, añadiendo a su ya natural honestidad, un suplemento de honradez.
- Si se lleva algún efecto de vuestra casa o tienda, así de ropa como de otra cualquier cosa, lo pagará, ya sea en poca o en mucha cantidad.
El maestro enfatizando sus palabras le respondió con distinguida gravedad:
- Lo cual se ha de liquidar con el juramento de dos personas puestas por cada uno de nos.
Aquella breve plática se quedó sólidamente grabada en su memoria, añadiendo a su ya natural honestidad, un suplemento de honradez.
Juan era un hombre al que el Cielo colmó de virtudes: íntegro, honesto, justo, bondadoso, manso, paciente, generoso, caritativo y humilde; pero al que, a veces, acometían pequeñas debilidades: la embriaguez y la excesiva liberalidad.
Su vida no tenía desmedidas aventuras, mudando los días de manera monótona e invariable. Siempre deseó alejarse del rumbo rutinario y corriente en el que se había convertido su existencia, pero las amistades que frecuentaba y la ciudad en la que vivía no le aportaban demasiados resquicios para andanzas y correrías. Juan vivía en la zona sur de la ciudad, en la que se encontraban las cuadrillas más deprimidas de la que otrora fuera una ciudad magnífica.
Dedicaba el tiempo a la lectura, desde joven le habían atraído los libros, y a dar largos paseos por la orilla del río. Iba solo, pensando en una vida en la que no vivía y que le hubiera gustado gozar. Sólo en ocasiones, cada vez más alejadas en el tiempo, iba al mesón del Rastro a tomar una jarra de vino de San Martín, junto a Andrés López, joven y prolífico escultor; Juan de Otálora, floreciente marchante de libreas; don Antonio de Andía, maestro de capilla en la Catedral; y don Luis Lobera, médico de la ciudad y varón aventajado en erudición y exquisitas formas.
Su vida no tenía desmedidas aventuras, mudando los días de manera monótona e invariable. Siempre deseó alejarse del rumbo rutinario y corriente en el que se había convertido su existencia, pero las amistades que frecuentaba y la ciudad en la que vivía no le aportaban demasiados resquicios para andanzas y correrías. Juan vivía en la zona sur de la ciudad, en la que se encontraban las cuadrillas más deprimidas de la que otrora fuera una ciudad magnífica.
Dedicaba el tiempo a la lectura, desde joven le habían atraído los libros, y a dar largos paseos por la orilla del río. Iba solo, pensando en una vida en la que no vivía y que le hubiera gustado gozar. Sólo en ocasiones, cada vez más alejadas en el tiempo, iba al mesón del Rastro a tomar una jarra de vino de San Martín, junto a Andrés López, joven y prolífico escultor; Juan de Otálora, floreciente marchante de libreas; don Antonio de Andía, maestro de capilla en la Catedral; y don Luis Lobera, médico de la ciudad y varón aventajado en erudición y exquisitas formas.
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