“la inclinación por la lectura y
la compilación de libros la heredé de mi padre, que poseía una notable y
soberbia biblioteca”, explicaba orgulloso don Jerónimo. “Mis gustos son diversos,
pero los tratados sobre armas y esgrima ocupan un lugar destacado entre los
anaqueles de la biblioteca. Además, mi colección de armas es extensa y valiosa.
No sólo poseo armas españolas, desde hace años reúno armas de países remotos”.
En unos momentos, don Jerónimo enumeró tratados desconocidos para todos los
allí presentes y armas jamás escuchadas en aquella hermosa y concurrida sala.
Su verbo era fácil y el entusiasmo con el que hablaba cautivaba a damas y
caballeros que, poco a poco, se habían ido arrimando al grupo congregado
alrededor de don Jerónimo. La señora de la casa miraba ensimismada cada
movimiento del engreído noble, mientras daba buena cuenta de una suculenta taza
de chocolate bien espeso y caliente.
En la plaza las fanfarrias
sonaron y con paso noble y caballeresco apareció la procesión de gentileshombres,
nobles y religiosos que iban a rememorar el hecho por el que el monarca, recién
coronado, juraba mantener los privilegios y derechos de la ciudad, mientras que
la urbe le prometía lealtad perpetua.
Todos los asistentes fueron a los
balcones a presenciar la hermosa y fatua parada. Don Jerónimo, ensimismado en
su propia vanidad, respondía solícito a los requerimientos de damas y
caballeros que preguntaban por tal o cual caballero, dignidad eclesiástica o
funcionario real. Junto a don Jerónimo estaba la señora de la casa y el joven Bernáldez,
más atento a las conversaciones que a su alrededor se desarrollaban, que al bello
espectáculo que se desarrollaba en la plaza.
Juan de Lozoya y Antonio de Andía,
hastiados de tanta ostentación y afectación, abandonaron la reunión y se
dirigieron, con paso lento y cadencioso, hacía el fondo del salón, donde la
esclava de los dueños de la casa había dejado sus gabanes. Recogidas las prendas
de abrigo, descendieron las escaleras y salieron a la calle. Allí, no lejos de
la entrada de la casa, observaron como la esclava de los Müller hablaba con un
joven negro. La joven y hermosa muchacha no dejaba de hacer aspavientos,
mientras el joven parecía recriminarle algo. Alrededor de ambos jóvenes se
había arremolinado un grupo de curiosos que seguían la riña entre risas y
comentarios hirientes. Pasados unos minutos la riña acabó, la esclava se alejó
entre lágrimas y el jovenzuelo abandonó la plaza entre juramentos y amenazas.
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