viernes, 7 de octubre de 2011

La ciudad sentida (Día de regocijo)

Aquella mañana, Juan de Lozoya se vistió deprisa- camisa de estameña, jubón, calzas negras, unidas al jubón por unas bonitas agujetas, y ropilla con mangas, cortadas por airosos greguescos - y bajó a desayunar más temprano de lo que solía hacerlo. Los huevos con tocino y el vino de Cebreros reconfortaron su cuerpo y su espíritu, y le animaron a salir a la calle en aquella fría mañana de invierno. El día se presentó soleado, con ese sol radiante y brillante de las mañanas de enero; y frío, un frío seco que aturdía los sentidos y los espíritus más ardorosos. Con paso lento y medido se dirigió al corazón de la ciudad, situado en la zona más alta de la misma y distante unas pocas manzanas. Había acordado verse con sus amigos Luis Lobera y Antonio de Andía para asistir al levantamiento de pendones que esa mañana se iba a celebrar en honor de la proclamación del nuevo rey. Cuando llegó a las inmediaciones del Mercado Grande pudo ver a sus amigos en distendida conversación. Se acercó con su habitual discreción y dio los buenos días a sus animados compadres."La multitud comienza a llenar la plaza", dijo Lobera, "deberíamos escoger un lugar en el que podamos presenciar con cierta comodidad el espectáculo que, por otra parte, se anuncia fastuoso". "Mira Luis, Juan nos hace señales desde el balcón de la casa de los Müller", dijo el maestro de capilla apuntando con su huesuda mano hacia el balcón de la casa de la familia Müller, donde se encontraba situado Juan de Otálora, que les llamaba con ademanes nerviosos y excitados. Atravesaron con lentitud y parsimonia la plaza, separando con el brazo a las numerosas personas que ya abarrotaban la explanada. Atravesaron la puerta y subieron la escalera que conducía al segundo piso, donde les recibió la esclava del maestro Müller. “El señor les espera en el balcón”, les dijo la esclava, mientras con un ademán elegante les señalaba el camino. Atravesaron el salón, saludando a varios conocidos, y llegaron al balcón señalado, donde con gran alegría fueron recibidos por el propietario de la casa. “Buenos días, caballeros. Se presenta una hermosa y excitante mañana. Lo mejor de nuestra nobleza participa en el cortejo". La conversación, frívola y distendida, se alargó durante unos minutos, hasta que una voz conocida llamó mi atención dentro de la casa. En un corrillo, discutiendo animadamente, se encontraba don Jerónimo Sedeño, uno de los caballeros más linajudos de la ciudad. Don Jerónimo era un hombre alto, fuerte, de hermoso y noble semblante, y de exquisitas y elegantes formas. Junto a él se encontraba la señora de la casa y un pequeño grupo de frívolos e insustanciales jóvenes, herederos de algunas de las casas más destacadas de la ciudad, que escuchaban entre embelesados y envidiosos, el encopetado y afectado discurso del presumido caballero. Junto a ellos, me atrajo la figura de Antonio Bernáldez, el joven oficial de los Müller, más interesado en los airosos y galanos arrebatos que, de vez en cuando, dibujaba la tudesca, que de la ostentosa perorata del noble.

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