lunes, 7 de noviembre de 2011

La muralla

La muralla ascendía vigorosa por el risco, como una espina de piedra horadada por sentimientos y deseos de libertad. Los torreones se alzaban como enormes testigos de la historia del pueblo. No había pasado la villa por tiempos mansos, y la vida, en aquellos años, se presentaba dura y turbia. Las aguas del río bajaban llenas de lodo y muerte. Las gentes, consumidas y agotadas, deambulaban por senderos y caminos. Los hombres eran sombras, cansadas y rendidas, sacadas de una fantasmagórica historia de crueldad y rabia. Los campos, yermos y secos, habían perdido el color de la mies en verano. Las matronas, robustas y henchidas en otros tiempos, aparecían con sus pechos vacíos y menguados, como odres secos y ajados por el olvido del tiempo y la fortuna. Las doncellas paseaban su perdida hermosura por callejones desiertos, esperando el susurro caliente y vibrante de una voz grave y fuerte. Los ojos de los amantes, corrompidos y apagados por años de olvido, no inflamaban las calles sucias y hediondas.

Sólo la arribada del héroe anhelado sostenía el aliento, apenas ya perceptible, y la fe de aquellas gentes. Los guardias en las atalayas y baluartes aguardaban, con profusa ansiedad y una pizca de desazón, entrever en el horizonte un tropel de guerreros capitaneados por aquel enérgico y esforzado paladín.

Aquella mañana despuntó fría y brumosa. A mediodía, cuando el sol intentaba clarear en el horizonte, surgió, entre dos luces, el ansiado caballero. A caballo, flanqueado de hombres de armas, refugiado en un magnífico y centelleante escudo y espoleando su brioso corcel, apareció el aguardado adalid. Los cuernos tronaron con estruendo y vigor, los portones y postigos se franquearon, los hombres desembarazaron las calles, las mujeres vociferaron la fama del libertador y las calles y plazas se saciaron de regocijo y alborozo.




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