martes, 20 de septiembre de 2011

La Plaza Mayor II

La plaza es espacio indispensable en la función de darse a sí misma la población sus peculiares señas de identidad. En su recinto la ciudad se ve, se mira y se reconoce; recupera lo pasado y lo incorpora a la memoria, que no otra cosa vienen a ser la materia de lo histórico. Todo, como en un crisol, lo funde la plaza: recibimientos de personajes ilustres, tráfago de mercadeo y ferias, publicación de bandos reales o locales, ajusticiamientos, inauguraciones, canonizaciones o festividades del calendario litúrgico. Valga aquí sólo apuntar la importancia que tuvieron algunas fechas señaladísimas, como fue, por ejemplo, el Corpus Christi, cuando la ciudad se transformaba vistosamente, ataviada de todas sus galas. Las fachadas de las casas se revestían con vistosas colgaduras, tapices e incluso con pinturas, por las calles desfilaban espectaculares cortejos animados con profusión de figuras alegóricas, se sucedían carrozas y mojigangas, músicos y danzantes, se encendían luminarias y fuegos de artificio, se organizaban juegos de cañas y corridas de toros, y, según los casos, se construían arcos de triunfo o aparatosas arquitecturas efímeras y tramoyas compuestas por estructuras de madera ricamente adornadas con esculturas y lienzos de complicada iconografía, cargados de mensajes simbólicos procedentes de la literatura emblemática. Sin tratarse de una de estas emblemáticas festividades del año, las mismas galas festivas podían usarse en hechos eventuales de importancia nacional, como podían ser el nacimiento de un príncipe o una princesa, las bodas de categoría, victorias militares o el feliz final de alguna peste o amenaza pública.

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