miércoles, 22 de junio de 2011

La Plaza Mayor: púlpito del poder y escenario de la sociedad civil

La plaza de las ciudades no siempre ha tenido en su recinto el “rollo” o la “picota”, lugares públicos donde el ejercicio del poder se expone con el fin de publicar o de aleccionar a los gobernados, antes de que los habitantes de las ciudades se conviertan en ciudadanos de pleno derecho. El rollo o la picota pueden estar extramuros de la ciudad. Pero la plaza sigue siendo un espacio donde el poder proclama y alecciona, y también donde el poder eventual de los habitantes puede dejar oír su voz, como en las plazas de la antigüedad clásica: el “ágora”, los espacios romanos del foro. “Púlpito” es un término que pertenece más propiamente a las iglesias, el lugar donde predica el orador sagrado; aquí se trae este término metafóricamente, para aclarar que la plaza también es un lugar de proclamación y de legitimación del ejercicio del poder, en un ámbito que claramente se refiere a la sociedad civil, no a la religiosa.

Pero existen, a la vez, otros usos de la plaza que sobrepasan esta función de proclamar la dignidad, las novedades y las decisiones ejecutivas del poder. Son funciones muy variadas, que se articulan en un abanico amplio: la plaza es mercado, es espacio para la rendición de pleitesía u homenaje, para la proclamación de cambios políticos y sociales, lugar por donde pasan las procesiones, donde se encienden hogueras tradicionales, se disparan cohetes de fiesta, se presentan inventos de la tecnología o se ajustician rebeldes.


Y en este sentido llamamos a la plaza escenario, lugar donde tienen ocasión de presentarse todas estas variadas escenas de la vida urbana, como si se tratara de un teatro entre cuya tramoya los ciudadanos actúan y ven actuar, pero no en la ficción sino en el desenvolvimiento real de la vida pública.

viernes, 17 de junio de 2011

Historia de las mentalidades

Los trabajos históricos de mentalidades colectivas han aumentado de forma considerable desde el último tercio del siglo XX. La Historia de las mentalidades nos ayuda a percibir, conocer, interpretar y comprender de forma más próxima e intensa nuestra historia, a profundizar en ella con mayor capacidad de análisis y crítica, con más confianza y menos vergüenza. Máximo García Fernández asegura que se distingue una forma de historiar confrontada y enfrentada al dogmatismo exigido y empleado por la historia económica, obligada a basarse en fríos números. El referido autor señala sobre la historia de las mentalidades: “recuenta y bucea en las realidades cotidianas y trata de describir los fenómenos vivenciales desde presupuestos, aunque no únicos ni de historiar excluyentes, básicamente ideológicos y de conformación mental” (GARCÍA FERNÁNDEZ, M. “Actitudes ante la muerte, religiosidad y mentalidad en la España moderna. Revisión historiográfica”, Hispania, 176 (1990), p.1073).


Sin duda alguna, este método de investigación se justifica y se fundamenta en conductas y actuaciones básicamente prácticas, en respuestas que se producen día a día, genuinas del sujeto y de sus entidades sociales, y que nos muestran, tal como eran, su esencia y su existencia. Además, a través de este planteamiento científico, indagamos, profundizamos y ahondamos, en el sentir colectivo de una época y un lugar. Se trata de ver al ser humano en sociedad, sus respuestas generales, aunque sin olvidarnos de las particularidades. Es la historia del hacer, del construir en colectividad, del “zomm politikon” de Aristóteles (“El Estado es algo producido por la naturaleza, y el hombre es por naturaleza un animal político. En Política, 1 I, c.2.).

El progreso o la decadencia de una sociedad, su estimulante o moribunda realidad social e intelectual, se origina no a través de individuos aislados, sino gracias al esfuerzo o desidia de hombres y mujeres entretejidos en la colectividad. La comunidad avanza o retrocede cuando maniobra bien o mal en su propia estructura. Por tanto, la historia de las mentalidades destierra la “historia reducida a la gesta de unos cuantos héroes” (LUC, J.N. La enseñanza de la Historia a través del medio. Madrid, 1986). La historia de las mentalidades agota el vehemente y sólido discurso de Thomas Carlyle: “la Historia universal, lo realizado por el hombre aquí abajo, es en el fondo, la historia de los grandes hombres que entre nosotros laboraron… Su historia, para decirlo claro, es el alma de la historia del mundo entero… Considérese como quiera, consuela pensar que la compañía de los grandes hombres siempre es provechosa… el grande hombre es foco de vívida luz, manantial en cuya margen nos extasiamos, claridad que disipó las sombras del mundo, no a modo de lámpara, refulgente, sino como luminaria natural, resplandeciendo como don celeste; es una cascada fúlgida abundante en íntima y nativa originalidad, nobleza, virilidad, egoísmo, a cuyo contacto no hay alma que deje de sentirse en su elemento” (CARLYLE, T. los héroes. Madrid, 1985).


Es concluyente y positivamente pedagógico el razonamiento de Michelle Vovelle, en el que argumenta que el historiador no puede, ni debe, conformarse con el discurso construido por unos pocos, pues en ese caso el propio historiador ofrecería unas conclusiones parciales, incompletas, arbitrarias e, incluso, injustas (VOVELLE, M. “Les attitudes devant la mort: problémes de methode, aproches et lectures diferentes”, Annales, 1, p.121.).
Por otro lado, la historia de las mentalidades ha sido criticada por su indefinición, por ser demasiado abierto y extenso su ámbito de acción. Pero lo cierto es que el ensanchar, el penetrar en los diversos entornos y contextos vitales de una sociedad permite al interesado en esa misma comunidad, enriquecer sus conocimientos, advertir las diferentes causas por las que se producen los acontecimientos, reparar en las múltiples consecuencias de éstos y poseer un conocimiento más general para poder interpretar, valorar y criticar ese modelo social.

jueves, 16 de junio de 2011

Venta de esclavo

Gonzalo García, cura de Naharros del Puerto, vendió a don Diego Fernández de Carnacedo, arcediano de Oropesa, un esclavo- Juan de veinticuatro años- de color membrillo cocho y dos señales en las dos mejillas del rostro: “el cual yo le hube de quien le tuvo de buena guerra y por tal le vendo”, y por “hombre sano, sin mal contagioso, no fugitivo, ni ladrón”.
La venta se concertó en mil reales.




lunes, 13 de junio de 2011

La ciudad sentida (La familia Müller)



La familia Müller arribó a la ciudad cuando la decadencia de los talleres textiles era indudable. Su llegada se produjo cuando comenzaban a germinar las primeras flores, con el inicial brillo de la mañana. Los Müller procedían de la Selva Negra, de un pequeño pueblo llamado Gengenbach, donde se habían dedicado al comercio y las manufacturas desde que el primer miembro de la familia se instaló en la ciudad, allá por el siglo XV.

Elger Müller, un hombre gigantesco y fornido, instaló el taller de tejidos cuando el abuelo de Juan de Lozoya principiaba la vida adulta. El taller se convirtió, en pocos años, en el más prominente negocio textil de la ciudad.

Ahora, muchos años después, el negocio estaba dirigido por Waldo Müller, el nieto mayor del fallecido Elger. Waldo era un hombre sencillo, de escaso talento, pero trabajador y honrado. Nadie discutía su honestidad y su exquisita cortesía con aquellos con los que tenía que rematar un negocio. Había dedicado su vida al negocio familiar y a amar a su bella esposa: Frieda Müller.

Frieda era una mujer de hermoso rostro- sus facciones eran armoniosas y delicadas- y bonitas hechuras. Era una hermosa mujer, pero afectada y extremadamente artificial en su carácter. Simulaba un temple del que carecía y estallaba en violentos lances cuando el secreto y el sigilo del hogar la rodeaban. Era sumamente suspicaz y desconfiada, especialmente con los oficiales y aprendices que trabajaban en el taller familiar. A veces- más de las que su indeciso e irresoluto marido deseaba- se acercaba hasta el taller, situado en la calle de Telares, para husmear en el trabajo de urdidores y operarios, que, a su vez, la juzgaban como una mujer arisca y antipática. Sólo Antonio Bernáldez, un joven y afectado oficial, apreciaba y estimaba a la fastidiosa tudesca.

La crisis textil llevaba golpeando con dureza a los tejedores de la ciudad durante los últimos años, pero el taller de Müller soportaba las dificultades sin excesivos aprietos. Además, hacía cuatro años que se había asociado con Antonio y Cristóbal de las Navas, hermanos de origen morisco, que gracias a su astucia y espíritu emprendedor lograban quebrantar las severas e inflexibles ordenanzas gremiales de estos tiempos. Recuerdo el día en el que Waldo me emplazó a reunirme con él, en el pequeño gabinete que tenía en la planta alta del taller, para discutir sobre el negocio que los hermanos le planteaban.

- Pasa Juan, el negocio es sencillo. Los moriscos- así conocía la gente de la calle a los hermanos de las Navas- me han propuesto asociarme con ellos. Ya sabes, comprar la lana en Poveda, contratar los servicios del taller de Andrés Beltrán, el vecino de Aldeavieja, y vender las telas en su tienda del Mercado Chico.
- Parece un buen negocio, ya conocéis cómo lo hace Pedro “el Chico”, el tejedor de Segovia, pero el gremio intentará impedir que el negocio prospere. Los moriscos son buenos amigos de algunos regidores de la ciudad, especialmente de don Juan de Henao, por lo que podríais departir con ellos para allanar la operación.
- Sí, tienes razón. Mañana me acompañarás para ajustar la cuestión con don Juan.

En efecto, a los pocos días de la entrevista con el regidor, el negocio se ponía en marcha y el horizonte social y económico de los Müller se abría a nuevas perspectivas. La casa de los Müller se convirtió en un pequeño centro de poder, donde la oligarquía de la ciudad intrigaba y enredaba, y donde Frieda exhibía su condición más frívola y mundana.



Gengenbach











miércoles, 8 de junio de 2011

Demografía y urbanismo en la ciudad de Ávila durante el siglo XVII

La crisis demográfica que sufrió la Península en el siglo XVII tuvo en la ciudad de Ávila uno de sus mayores y más dramáticos ejemplos.

La ciudad de Ávila en la primera mitad del siglo XVI tuvo un ascenso poblacional escalonado, para llegar a la plenitud demográfica en la segunda mitad del siglo, y a su mayor auge demográfico en el bienio 1572-1573. La llegada de los moriscos granadinos parece ser la causa más segura, aunque Serafín de Tapia dice: "hay que pensar que Ávila tuvo que recibir esos años no sólo el refuerzo de los moriscos sino de otros inmigrantes"[1]. A partir de estos años, la población abulense comenzó a descender, aunque lo hizo a ritmo lento, siendo su límite más bajo- anterior a la peste que comenzó en el año 1597- el año 1591, debido a las malas cosechas sufridas durante los años anteriores[2]. ­

Pero el arranque del gran descenso demográfico abulense se inició en el año 1597, con la epidemia de peste que arribó del norte de Europa y que penetró en el Península Ibérica por Cantabria. Esta epidemia, que se prolongó hasta el año 1602, afectó de manera muy importante a la ciudad de Ávila, al igual que le ocurrió al resto de ciudades castellanas, como por ejemplo Segovia que se vio "azotada por la peste y comienza a notar los primeros signos de una decadencia iniciada años antes”
[3].

Junto a esta epidemia, en estos primeros años del siglo XVII se multiplicaron las malas cosechas, causadas por sequías o excesos de precipitaciones que afectaron a los campos circundantes- los ejidos del Valle Amblés- destacando las sequías de los años 1607-1609 y 1614-1617[4].

Otra causa del descenso demográfico que afectó a la ciudad abulense, fue la expulsión de la minoría morisca , y que llevó al Consistorio abulense a tratar el asunto de forma urgente, pues era "muy necesario al bien de esta República tratar, que por causa de haber salido de ella tantas casas de moriscos y convertidos en virtud de los bandos reales que tratan sobre su expulsión, queda muy cargada de servicios y alcabalas y muy falta de vecinos que los puedan pagar, y será bien acudir al remedio antes que los pocos vecinos que han quedado, no pudiendo pagar los dichos servicios y alcabalas, se vayan a otras partes”[5]. Incluso se trató la conveniencia de pedir al Rey que aliviara a la ciudad "de los servicios y alcabalas en razón de la expulsión que se ha hecho en esta ciudad de los moriscos, en razón de ser los que más contribuían en estos servicios”[6]. El cronista abulense Gil González Dávila nos advierte: " los moriscos son traidores, enemigos de la Fe, de la salud y bien público, en el exterior cristianos, por el miedo de la pena, y en lo secreto del alma discípulos de Mahoma"[7]. Para advertir sobra la hipocresía y deslealtad de esta minoría nos dice: "es su inclinación torcida, y ser en las cosas de la iglesia, y en las costumbres cristianas rudísimos, nos dándose por vencidos con los favores de sus Príncipes, ni obligados con la doctrina de sus Prelados y Obispos, manifestando algunas veces con las armas su inobediencia secreta"[8]. Por tanto, la respuesta real, ante tamaña felonía y perfidia, no podía ser otra que: "la hora de su castigo final..., sacando de sus reinos gran multitud de esta gente"[9].

Junto a esto, hay que añadir que en el primer cuarto del siglo XVII se sucedieron coyunturas y circunstancias diversas que fueron motivo de un descenso demográfico acelerado, destacando, entre otros, la progresiva desaparición del tejido industrial y el aumento de la presión fiscal.

Hasta el último cuarto del siglo, la población de la ciudad abulense sufrió un considerable estancamiento, aunque salpicada de descensos poblacionales: la epidemia de los años 1659-1662, las levas que se realizaron para la guerra de Cataluña en la década de los cuarenta, la creciente emigración a las Indias, la constante y continua crisis de la producción textil y los frecuentes desastres meteorológi­cos.

Por último, se produjo un nuevo y fuerte desastre demográfico con la epidemia de los años 1676-1685, que llegó a la ciudad de Ávila cortando y anulando toda esperanza de recuperación demográfica.

Pero Ávila no sólo sintió a nivel demográfico la crisis del siglo XVII, también la sufrió en el aspecto económico: especialmente a nivel industrial y agrícola. La industria textil, que en la segunda mitad del siglo XVI ocupó al 63.2 por ciento de los vecinos con profesión[10], sufrió en este siglo XVII un declive notable, debido a la escasa calidad del tejido elaborado, la subsiguiente pérdida de mercado y, por ende, el quebranto financiero. A parte de esto, el sistema gremial, tan rígido e intervencionista, no permitió, ni favoreció la competencia, ni el desarrollo tecnológico. Además, el descenso demográfico favoreció la extensión y agravamiento de la crisis.
Junto a la industria, el campo sufrió la crisis de forma análoga, crisis que fue causada por el descenso demográfico que conllevó la reducción de producción, el fuerte aumento de los precios de arrendamiento de la tierra, las continuas malas cosechas y la subida de impuestos. Además la marcha a la Corte de numerosos nobles abulenses tuvo como consecuencia la marcha de los beneficios de la urbe abulense y el desinterés por la producción.

Ante esta situación, fuerte caída demográfica y crisis económica, la ciudad de Ávila se perdió en una dolorosa y profunda decadencia. Este ocaso tuvo su mejor ejemplo en el fisonomía urbana de la villa. Ávila se dividía en seis cuadrillas: tres que se encontraban situadas en el centro de la ciudad, San Juan, San Esteban y San Pedro; y otras tres que se localizaban en los arrabales, San Andrés, La Trinidad y San Nicolás. Durante el siglo XVII la despoblación fue dejando una gran cantidad de inmuebles vacíos, sobre todo en los barrios de los arrabales, mientras que "los permisos para construir decaen de forma alarmante e incluso se sustituyen por solicitudes de derribo"[11]. El Consistorio abulense, consciente del problema, prohibió que se derribaran casas, bajo la pena de 20.000 maravedi­ses de sanción al que lo hiciera[12]. Meses más tarde, se ratificó este medida, e incluso se acordó "se suplique a los señores corregidor y alcalde mayor manden se haga diligencia en saber que casas se deshacen en esta ciudad y sus arrabales, y se castigue a los que las deshicieran, y de aquí adelante no se admitan ni traigan peticiones a la ciudad en razón de pedirse licencia para deshacer casas"[13].

Pero estas disposiciones no dieron el resultado deseado, y la constante sangría demográfica que la ciudad sufrió en posteriores años, trajo como consecuencia que las solicitudes de derribo de inmuebles vuelvan a tratarse en Ayuntamiento, fundamentalmente en la década de los treinta.

Estas solicitudes de derribo fueron aceptadas y aprobadas, aunque en su gran mayoría con la condición de que el despojo de las viviendas derruidas fuera utilizado por los propietarios para reparar otras viviendas. De hecho, la documentación municipal especifica que los propietarios de estas casas ruinosas y que se iban a derruir, debían dar "fianza de que su despojo servirá para el reparo de sus principales"[14]. Incluso algunas solicitudes especificaban en sus demandas, que los despojos servirían para el reparo de otros inmuebles, caso de Domingo Rodríguez, al que se dio licencia para que "libremente deshaga la casa sobre que han declarado los alarifes, al barrio de San Nicolás, dando... fianza de que el despojo de ella servirá para el reparo de las cinco casas que dice su petición"[15]. Fue de tal calibre el problema, que el despojo era robado, y para evitar el perjuicio que se ocasionaba a los propietarios, el Concejo facilitó los derribos, caso de las casas de Francisco de Quiñones, al que se dio permiso para que pudiera "quitar sus despojos y ponerlos en cobro, y valerse de ellos, y escusas no se les hurten"[16].

Pero no sólo se aprecia la decadencia de la ciudad por la existencia de estos permisos de derribo, también se puede advertir en el deplorable estado en el que se hallaban diferentes edificios públicos de la ciudad. Entre éstos, destacan las condiciones en las que se encontraba la Cárcel Real. En sesión consistorial- 16 de abril de 1630- el corregidor, don Juan Hurtado Salcedo, propuso "se aderece y repare la Cárcel Real", pues según el propio magistrado estaba "muy flaca y que se quiere caer", con el consiguiente peligro "de que los presos hagan fuga, habiendo como hay muchos ladrones y personas condenadas a muerte". De hecho, el alcaide de la cárcel pidió en varias ocasiones, "con ciertas protestas", la reparación urgente de la misma. El problema que condujo a los reiterados reproches del alcaide surgió porque la Tierra de Ávila, por un lado, y la Ciudad de Ávila, por otro, no estaban por la labor de ejecutar dicha reparación, al existir un pleito abierto para determinar a quién correspondía costear las obras de restauración. Ante esta delicada situación, el corregidor abulense ordenó a los litigantes que llegaran a un acuerdo antes del día veinte de abril, a lo que respondió la Ciudad: "nunca le ha tocado el reparo de la dicha cárcel". El Procurador de la Tierra expuso que el pleito estaba en la Real Chancillería, y “hasta que los señores de ella lo determinen no le pase perjuicio"[17]. La cosa quedó ahí, sin alcanzarse acuerdo ni compromiso alguno. Más de un año después, el Corregidor volvió a tratar en reunión consistorial "la gran necesidad que tiene la Cárcel Real de reparo", pues se encontraba en tan desastroso y ruinoso estado que "se han ido algunos presos de ella". La situación había empeorado ostensiblemente, por lo que la Tierra de Ávila decidió aportar mil reales para la reparación de la prisión, dinero que en la propia documentación consistorial se considera “poca cantidad para el dicho reparo", por lo que se necesitó la ayuda de la Ciudad, que acordó entregar "para el dicho reparo mil pinos"[18]. Por fin, la reparación tuvo lugar, aunque los problemas de financiación de la obra no se solucionaron hasta el año 1634[19].

Otro de los edificios públicos que hubo de repararse fue el propio Ayuntamiento. El día dieciocho de septiembre de 1632 se aprobó inspeccionar "el daño que tienen las maderas de este ayuntamiento y el reparo que se puede hacer"[20]. Más de dos años después se aprobó un requerimiento en el que se solicitaba "se repare la casa de el ayuntamiento, lo que tiene necesidad"[21]; y en el año 1634, al haberse deteriorado el edificio, se resolvió "reparar las casas del consistorio por el mucho peligro que tiene"[22].

Otros inmuebles públicos que tuvieron que aderezarse fueron: la casa del peso de la harina, haciéndose "un reparo que tiene necesidad, y se ponga de modo que esté seguro"[23]; el pozo de la nieve[24]; la casa del pescado "se la haga reparar de lo necesario”[25], y que varios años después "se han empezado a hundir un pedazo de ello y que convendría deshacerlo para con ello reparar lo demás de las casa"[26]; la alhóndiga, que llevaba varios años en mal estado y que en el año 1638 se aprobó "se haga reparar por el daño que se sigue de su dilación"[27]; el alcázar y fortaleza real, que en el año 1639 se ordenó "se repare..., por estar muy mal parada"[28]; y el matadero[29].

Aparte de los edificios públicos, también son numerosas las noticias de reparaciones de otro tipo de construcciones comunes que se encontraban en ruinas. Es el caso de las fuentes de la ciudad, que en el año 1635 estaban "muy mal paradas y necesitan un gran reparo", reparaciones que eran costosas, además de que la renta de fuentes era escasa y difícil de cobrar, por lo que el Consistorio tuvo la necesidad de tomar prestados trescientos reales
[30].

Los puentes de la ciudad también fueron reparados, pues además de encontrarse en malas condiciones, sufrieron considerables desperfectos a causa de las crecidas de los ríos originadas por las abundantes precipitacio­nes que hubo en el año 1639. El Consistorio abulense, reunido el día veintitrés de julio, trató sobre una Provisión Real que exhortaba al dicho Consistorio a reparar, lo antes posible, los puentes, pues si no se prevenía el "remedio y reparo de ellos, sobreviniendo las aguas del invierno sería imposible conseguirse el reparo de ellos"[31]. Además, se informaba que se habían empezado a detectar daños en "la puente mayor que estaba en los arrabales" y si no se reparaba "se hundiría todo el arco"[32].

Por último, destacar que debieron ser reparados inmuebles que pertenecían al Ayuntamiento[33]: cruces como la de la Cuesta Real del Rastro[34]; calles y caminos, como el que conducía al monasterio de Nuestra Señora de Sonsoles, que "está muy mal tratado"[35]; corrales; casas particulares, sobre las que en el año 1650, el regidor don Juan Vela del Águila comunica que "algunas casas de particulares necesitan de precisos reparos"[36]; y reparaciones y obras en diversos conventos de la ciudad, como sucedió en el monasterio de Santa Teresa[37], en el de Gracia[38], en el de la Encarnación[39], o en el de los Jesuitas[40]. Por tanto, Ávila, desde el punto de vista demográfico y urbanístico, era una ciudad en continua decadencia. Otra cosa muy distinta fue su vitalidad ideológica, de la que se saborean notables y valiosos lances y suertes en los pliegos de la Historia.


[1] DE TAPIA, S. “Las fuentes demográficas y el potencial humano de Ávila en el siglo XVI”, Cuadernos Abulenses, 2 (Julio-Diciembre 1984), p. 31-87.
[2] Ib., pág. 73.
[3] VV.AA. Historia de Segovia. Segovia, 1987.
[4] A.H.P.Av. AA.CC. L. 28, fol. 108; L. 29, fol. 213; L. 31, fols. 106 y 334; L. 32, fols. 49 y 230v.
[5] BERMEJO DE LA CRUZ, J.C. “Moriscos abulenses que lograron evitar la expulsión”, Cuadernos Abulenses, 23 (enero-Junio 1995), p. 159-197.
[6] Ib., p. 170,
[7] GONZÁLEZ DÁVILA, G. Teatro eclesiástico de la S. Iglesia apostólica de Ávila y vidas de sus hombres ilustres. Ávila, 1981.
[8] Ibídem.
[9] Ibídem.
[10] DE TAPIA, S. “Estructura ocupacional de Ávila en el siglo XVI”, en El pasado histórico de Castilla y León: actas del I Congreso de Historia de Castilla y León. Burgos, 1983, p.201-223.
[11] BERMEJO, J. C. “Moriscos abulenses...”, p. 170-171.
[12] Ib., p. 171 (5 de mayo de 1615).
[13] Ibidem.
[14] A.H.P.Av. Actas Consistoriales, Libro 34, folio 331.
[15] Ibidem.
[16] Ib., L. 35, fol. 285v.
[17] Ib., L. 34, fol. 44v.
[18] Ib., fol. 331v.
[19] Ib., fols. 197v y 199.
[20] Ib., L. 34, fol. 121v.
[21] Ib., L. 34, fol. 245. 11 de noviembre de 1634.
[22] Ib., fol. 353v. 22 de septiembre de 1635.
[23] Ib., fol. 102v. 10 de septiembre de 1633.
[24] Ib., fol. 2545v. 5 de diciembre de 1634.
[25] Ib., fol. 281. 7 de febrero de 1635.
[26] Ib., L. 48, fol. 10v. 1 de febrero de 1650.
[27] Ib., L. 37, fol. 164. 19 de enero de 1638.
[28] Ib., L. 38, fol. 22. 22 de febrero de 1639
[29] Ib., L. 47, fol. 99 30 de noviembre de 1649.
[30] Ib., L. 35, fol. 228. 27 de marzo de 1635.
[31] Ib., L. 38, fol. 85.
[32] La reparación de este puente contó con un presupuesto de veinte mil ducados, en Ibidem.
[33] Ib., L. 35, fol. 306v y fols. 20 y 31v.
[34] Ib., L. 34, fol. 387v.
[35] Ib., fol. 320v.
[36] Ib., L. 48, fol. 83.
[37] Ib., L. 35, fol. 316.
[38] Ib., fol. 330v.
[39] Ib., fol. 332.
[40] Ib., fol. 355.